Octavio Paz y la erótica del instante

Francisco Meza

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Siguiendo las fechas proporcionadas por el crítico y ensayista Anthony Stanton, el 7 de junio de 1931 Octavio Paz publica su primer poema bajo el título de «Juego», en el Suplemento Dominical del periódico El Nacional. Un muy joven Paz inicia de esta manera su vida pública como poeta a los 17 años. Esta incipiente composición por sí sola resultaría insuficiente para anunciar los alcances de su obra poética en siglo XX. A la luz de la acertada ─y de pronto severa─ lectura de Stanton, este poema, al igual que los siguientes de su primera etapa, son textos de aprendizaje, así como glosas poéticas de figuras tutelares como Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, Rafel Alberti o Vicente Huidobro, por mencionar algunos.

            Stanton también señala que el primer ensayo de Paz, «Ética del artista», se publica en 1931, inaugurándose simultáneamente en el mismo año tanto el poeta como el pensador. Este dato es por demás oportuno para entender el tipo de escritor que Paz fue, ya que estamos hablando de las dos facetas creativas que le dan cuerpo y densidad a su pensamiento. A lo largo de su obra, estos dos oficios habrán de entrecruzarse; desde el erotismo y la vanguardia, hasta la política y la historia de la cultura, estos y otros tantos temas no serán ajenos a su prosa lírica ni a la reflexión de su verso.

            Regresando a su primer poema, «Juego», Stanton menciona que se trata «de un texto que celebra el espíritu juvenil y deportivo de cierta vanguardia despreocupada, embelesada con su capacidad creadora». En efecto, el poema habla sobre las potencias de la poesía como fuerza ordenadora de posibles universos. Su tono es por demás celebrativo y sus imágenes se encuentran en el dominio de la estética vanguardista. Para Stanton, en sus poemas tempranos, Paz se encuentra muy cerca de sus precursores y, en más de un momento, peca de falta de malicia poética. De muchas maneras, Stanton exhibe la inocencia y las carencias de un poeta joven y deslumbrado. No se equivoca, pero ¿qué poeta no ha sido desmesurado y retórico en sus inicios?  

Como hemos visto, en su libro Las primeras voces del poeta Octavio Paz (1931-1938), Stanton indaga en esa obra de juventud donde se prefiguran, en más de un sentido, los libros y poemas fundamentales del testamento paciano para la tradición poética en español. Desde el principio, el crítico deja claro sus motivos, conocer los verdaderos inicios poéticos del autor, en tanto la escasez de estudios profundos y serios sobre este periodo, a lo que el mismo Paz contribuyó al ofrecer, según el propio Stanton, «múltiples y cambiantes versiones líricas de sus orígenes poéticos, suprimiendo la mayor parte de los poemas en sus recopilaciones posteriores».

Habrá que agregar que la seriedad y documentación de este trabajo es innegable: nunca cede al discurso burlesco característico de cierta canalla literaria ni a desacreditaciones fuera del universo poético del autor; no obstante, denota una amonestación, por no llamarle un reclamo, a la actitud de un Paz maduro ─no al Paz adolescente─, que ya con pericia adquirida trata de ocultar esa obra de juventud de pronto exclamativa, dispersa y sobreafectada. Sin embargo, en la nota «Preliminar» que antecede a sus obras poéticas, Paz parece adelantarse y responder a esos cuestionamientos: «Cada cambio es un intento por decir aquello que no pudimos decir antes; un puente secreto une los torpes y ardientes balbuceos de la adolescencia a los titubeos de la vejez. Me siento muy lejos de mis primeros poemas, pero los que he escrito después, sin excluir a los más recientes, son respuestas a los de mi juventud».   

Sobre el registro alucinado y febril de su producción temprana, puedo destacar que la juventud como pulsión y estado de descubrimiento está siempre presente en la poesía de Octavio Paz, mejor dicho, en su búsqueda poética. Parece olvidársenos que Paz fue un gran exponente de la experimentación discursiva y un inmenso dilatador de potencias internas; mucho de la mirada de ese adolescente, de ese estremecimiento de ver o sentir con que se ve el mundo por vez primera, continúa latiendo en sus obras mayores. Incluso no debe sorprender que su más célebre ensayo, El laberinto de la soledad, tenga como inicio formal ese escenario de la vida: «A todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible, precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la adolescencia». La poesía de Paz transitará por una permanente revelación del mundo que habrá de sosegarse en la dialéctica de su pensamiento. Quizá de ahí deviene una de sus grandes luchas poéticas: saber mesurar el asombro; saber administrar, si se me permite el sobresalto, su porción de paraíso. Con relación a ello, Christopher Domínguez Michael, cuando habla sobre el aprendizaje que le dieron a Paz, poetas como Robert Frost y Cummings, en Estados Unidos, nos dice: «El saber que la violencia, el erotismo y aun el sentimentalismo tienen una mesura: el poema».

En la poesía de Paz conviven, a un tiempo, el muchacho que sublima al menor estímulo su entorno, así como el hombre formado en la espiritualidad del lenguaje. En 1957, año en que firma «Piedra de sol», ese hombre estaría por cumplir 43 años. Sus logros como ensayista y poeta ya eran reconocidos por sus contemporáneos en lengua española. Sin embargo, como la crítica y la historia cultural lo dictan, sería este poema el que consagraría su expresión lírica y le daría dimensión a su nombre como una de las voces más importantes en la poesía de su época. Fue durante esos años que el proceso de asimilación poética lograría su madurez, mas no su anquilosamiento. Después de llegar a una versión tentativa de Libertad bajo palabra, el libro que él siempre consideraría como el primero de su obra poética, vendría una basta producción que terminaría con Árbol adentro, su último volumen de poemas.   

Bajo la influencia del veinticinco aniversario luctuoso de Octavio Paz en este 2023, recuerdo que a los 18 años leí por primera vez «Piedra de sol», en una edición publicada por Mondadori, colección Lecturas de Poesía, con un extenso estudio introductorio de Père Gimferrer. Aquel ejemplar fue un obsequió de Rose Burgos, en ocasión de mi cumpleaños y mi mayoría de edad. La experiencia de lectura fue deslumbrante pero vertiginosa. Me encontraba ante una forma del lenguaje absolutamente nueva que se erguía frente a mí tanto mental como arquitectónicamente. Me resultaba imposible delimitar el tema en la composición, no obstante, cada imagen me parecía un tema por sí misma. El poema se me impuso más por su forma que por su fondo; vi en él una posibilidad lingüística para la libertad de la imaginación, una suerte de gramática de las sensaciones que me conducía a geografías inesperadas y, en muchas instancias, intraducibles. Durante mucho tiempo no supe que el poema constaba de 584 versos endecasílabos, cifra que corresponde al ciclo sinódico del planeta Venus; su solo discurrir me daba la sensación de tocar sitios del idioma que no había vislumbrado. Escuché su voz como la de un hombre fascinado por el momento presente, por una plenitud de presencia a través de un lenguaje construido por visiones, regresiones y profecías. Con el tiempo, memoricé fragmentos completos de esa voz en busca de obtener una identificación mayor con ella, un cándido intento por mimetizarme con el caudal de esa musicalidad enunciativa, atendiendo más a un impulso de recrear que de releer. En pocas palabras, el poema me emocionaba a tal grado que sentí que podía habitarlo, o mejor dicho, que era un espacio habitable.

A pesar de las relecturas, «Piedra de sol» no envejece. Si se me pregunta, creo que su sensualidad plástica y sonora lo protegen del paso del tiempo. Es un itinerario de viaje donde se erotiza el momento vivo; específicamente, la percepción de ese momento, logrando la fijación de una movilidad anímica que se proyecta en flujo ininterrumpido durante 584 versos. Su lectura, más que una operación de aprendizaje intelectual o sentimental, es el ejercicio espiritual de un ateo que tiende un puente con lo sagrado, una manera de respirar e ir hacia adentro del pensamiento. Si impera una idea estética, esa no es otra que una erótica del instante donde pasado, presente y futuro convergen al ser percibidos y enunciados en el tiempo mítico del propio poema. Asimismo, la composición es una toma de conciencia, nunca un adoctrinamiento, y a la vez una invitación a los ritos primitivos de iniciación: un inicio en la mirada ante el mundo natural y el de la cultura. Un inicio que desembocará en el encuentro amoroso, como bien lo indica Gimferrer: «el instante del que solo adquirimos conciencia mediante la revelación amorosa y que, por lo mismo, “es transparente”, y nos permite ver verdaderamente el mundo». Paz resolverá diversas problemáticas y disyuntivas del poema con el encuentro amoroso; es decir, el encuentro con el otro, en este caso con la mujer amada, será una forma en que la voz, la persona lírica que habla dentro de la composición, tome sentido: un acceso a la plenitud y, por lo tanto, un fundamento para gozar en el mundo, aunque el arribo de la muerte sea una garantía inevitable.    

Después de estas anotaciones, que oscilan entre lo anecdótico y el dato académico, creo que es válido preguntarse ¿cómo leen, qué idea tienen de la poesía de Octavio Paz las generaciones emergentes? No puedo tener una respuesta absoluta, pero he escuchado y leído una concepción más o menos generalizada donde se le estereotipa o encasilla como un autor conservador, jerárquico y aburrido; prolifera también la idea de que el lenguaje de Paz es demasiado críptico, arcaico y solemne. Las opiniones las he escuchado de escritoras y escritores jóvenes, así como de estudiantes de letras. El autor de Libertad bajo palabra y Pasado en claro, un hombre que polemizó en las décadas ideológicamente más feroces y contradictorias del siglo XX, que renegó de las conquistas del socialismo de igual manera que de las del neocapitalismo y a quien las palabras rebelión y revolución le significaron posiciones críticas para pensar el mundo, es visto como un escritor retórico y retrógrada, como un estilista desprovisto de toda vigencia y modernidad.        

Por decir lo menos, esta visión me parece limitada, sesgada e injusta. La poesía de Paz, como lo han mencionado la mayoría de los críticos e investigadores, es fruto de las vanguardias y la tradición; una obra acumulativa que pone en insurgencia no sólo los conceptos que desarrolla sino el espacio donde los despliega. Una obra así no puede considerarse conservadora o enferma de tradicionalismo, ya que alberga en su centro el fundamento de la experimentación y la búsqueda como derroteros para encontrar nuevas posibilidades en el idioma y la imaginación de la tribu.

 

 

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